Expirado
Empresas

Ese es el título de la conferencia que dio Juan José Almagro al recibir el Doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad Católica de Córdoba, en el marco del Atrio de los Gentiles. Señaló que vamos hacia una nueva Responsabilidad Social, organizaciones ciudadanas basadas en las personas y en valores. 

Hace más de dos mil años, después de un largo tiempo de reflexión y análisis, Cicerón publicó "De Officiis", “Sobre los deberes”, un libro a modo de epístola moral dedicado a su hijo Marco, en el que le hacía partícipe de sus profundas convicciones éticas.

Cicerón predicaba que el conocimiento de las cuatro virtudes cardinales -prudencia, justicia, fortaleza y templanza- debe llevar implícito un conjunto de compromisos personales y sociales: honestidad, como parte de la conducta vital; solidaridad, como exigencia y obligación si pertenecemos a una comunidad (como antes habían apuntado Anaxagoras y Aristóteles) y, por último, la necesidad de una participación activa, como ciudadanos, en la vida de la "polis".

Volvamos al siglo XXI...

"La empresa es seguramente la institución más decisiva de la sociedad moderna y, sin embargo, no goza de la consideración popular que le corresponde, pudiendo decirse que está necesitada tanto de prestigio social como moral. De prestigio social porque no es contemplada desde lo que realmente hace, sino desde lo que se piensa que hace; y moral, porque no deja de estar necesitada de unos cambios complementarios que dejen su funcionamiento más transparente y humanizado"(F. Parra, 2007)

La reflexión del profesor Parra, con pocas palabras, pone el dedo en la llaga: en el mundo posmoderno y digital del siglo XXI parece como si la empresa necesitara justificarse cada día, como si actuase con el solo propósito de dejar memoria cierta de su existencia. Ante los ojos de una sociedad que vigila y exige sin descanso, precisa aparecer como una institución no solo capaz de dar resultados económicos, es decir, de ganar dinero, sino también de demostrar sin sonrojo que su actuación es moral y éticamente irreprochable, y de que, además, su actividad y su tarea -sean las que fueren- merecen el respeto de una sociedad que ha visto como esa institución llamada empresa se ha convertido en poco más de un siglo en el propio referente de la misma sociedad. Hoy, en 2015, casi la mitad de las cien mayores economías del mundo son empresas.

Algunos, exageradamente, han calificado a la empresa, a la gran multinacional en concreto, como uno de los instrumentos de bienestar y prosperidad más modernos del mundo; otros hablan críticamente de la gran corporación como de ese ente "surgido desde una obscuridad relativa hasta convertirse en la institución económica dominante en el mundo entero". Y añaden, "mucho antes de la caída del gigante Enron, la corporación, una institución novata, ya se había visto dominada por la corrupción y el fraude" (J. Bakan, 2006).

Vivimos en medio de una crisis (no solo económica) sin demasiados precedentes históricos, seguramente más profunda de lo que aparenta, con la opinión pública y las redes sociales como fuerzas emergentes de gran y discutida influencia; con instituciones claves como la religión, la política o la educación que necesitan redefinirse y encontrar su asiento y su lugar; nos apasiona (y en ocasiones nos constriñe) la realidad de la discutida globalización; la amenaza del terrorismo nos agota tanto como el desgarrador desempleo y nos preocupa el problema, nunca resuelto, de la emigración y de los refugiados. Además, desde hace años conviven entre nosotros, como algo natural e inevitable, dos lacras: corrupción y desigualdad.

Con este panorama, cuesta creer que sea posible para las empresas mantenerse en el futuro cómodamente y sin compromisos externos. En esta nueva época hay un fondo de trascendencia histórica y las empresas -y sus dirigentes- van a tener que jugar, quieran o no, un rol protagonista en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social. Si la auténtica democracia nos ayuda a fusionar justicia y libertad, para seguir progresando en paz debemos encontrar -como ha reclamado el Papa Francisco en la tribuna del Congreso de Estados Unidos- "nuevas formas de consenso social". Necesitamos recuperar formulas y alianzas público/privadas de cooperación que contribuyan al desarrollo y luchen contra la pobreza. Y los poderosos (y también los que no lo son), además de practicar la solidaridad, deberían ejercitarse para aceptar una exigencia universal que a todos nos compromete: la subsidiariedad, dar sin perder y recibir sin quitar.

Parece fuera de discusión que lo que hoy entendemos por empresa es una institución que, según las épocas, se ha configurado y afirmado de acuerdo con los plurales intereses de cada momento histórico y ha transitado por regímenes totalitarios de fuerte intervencionismo estatal, por planteamientos neocapitalistas y, en algunos momentos, por diferentes etapas de nacionalizaciones y/o privatizaciones.

Hoy, la empresa es una organización social de singular importancia para la producción de bienes y servicios que tiene una específica finalidad económica y adecuada ordenación legal dentro del sistema jurídico del moderno Estado capitalista y posliberal. También hoy, en pleno siglo XXI, la empresa tiene un marcado carácter social y una creciente presencia de los que, seguramente, ni debe ni va a poder desprenderse.  Desde la caida del muro de Berlín y la desaparición del telón de acero, la combinación de libre mercado y democracia liberal han conseguido afianzar el prestigio de la empresa, reservandole un rol protagonista en la cultura politica y economica de nuestro tiempo.

Eso no significa, naturalmente, que la empresa deba hacer el trabajo que compete a los gobiernos, de la misma forma que los poderes públicos no deberían intentar las tareas que corresponden a las empresas. Los objetivos de unos y otras son diferentes, o deberían serlo, pero esa es una discusión que, probablemente, no tenga final. Estamos reflexionando todavía sobre qué es la empresa, cuáles son sus objetivos, cómo se entiende su presencia en la sociedad y, en consecuencia, cómo deben interrelacionarse las legítimas aspiraciones de todos los "stakeholders" (de los "afectados", según los llama la Dra. Adela Cortina) con los también legítimos objetivos e intereses de la propia empresa, sea cual fuere su tamaño y actividad. La respuesta a estas preguntas nos conduce sin remisión a la política de Responsabilidad Social de cada institución, a su propia definición y a su integración en la estrategia corporativa; en definitiva, a diseñar un plan de RS "ad hoc" para cada empresa, según sus peculiares circunstancias y sus singulares características. Un plan que, para ser creíble, tiene que nacer desde dentro,  y debe redactarse y ejecutarse con las ayudas que sean precisas, pero sin la participación interesada de mercenarios a sueldo.

Sin darnos cuenta, estamos viviendo, y padeciendo, una competitiva época de convulsión, y aun de confusión, en la que los humanos no encontramos soluciones y atesoramos una sola convicción: la propia certeza de la incertidumbre. Mientras, se nos presentan algunos retos sobre los que conviene detenerse siquiera someramente: Globalización, Ética y Educación. Aspectos íntimamente ligados que forman parte de un mismo proceso. Conceptos sobre los que merece la pena detenerse para acercarnos a este mundo abstruso de la nueva Responsabilidad Social o, mejor, de la Corresponsabilidad.

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La globalización es, sobre todo y más allá de sus circunstancias, un proceso complejo y de extraordinaria importancia que se ha desarrollado, con mayor o menor intensidad o extensión, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, y con enorme velocidad en el último tercio del pasado siglo.

La globalización que, desafortunadamente, avanza con mas rapidez (y menos obstaculos) es la financiera, apoyada por el auge de las comunicaciones, por Internet y por la revolución digital. Como notorio ejemplo, la reciente y perenne crisis (transmutada de financiera en crisis de deuda y resuelta, eso sí, con dinero público) fue posible por la casi absoluta libertad de los movimientos de capitales (J. Estefanía, 2015).

La globalización comercial, que la llamada "Ronda de Doha" fomentó para conseguir la libre circulación de mercancías y servicios, no avanza desde hace veinte años; y, según podemos constatar cada día con el drama que padecen los emigrantes y los refugiados, el miedo nos ha hecho abandonar, incluso rechazar, la más importante: la globalización que afecta a la libertad de los movimientos de personas...

"Antes de 1914 la Tierra era de todos”,  relata en sus memorias Stefan Zweig: “Todo el mundo iba donde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No se exigían permisos ni autorizaciones...”.

Probablemente, no hay alternativa a la globalización. El premio Nobel de economía, Joseph Stiglitz (2002) ha escrito algo que suscribo íntegramente: "Constituimos una comunidad global y como todas las comunidades debemos de cumplir una serie de reglas para convivir. Esas reglas deben ser -y deben parecer- equitativas y justas, deben atender a los pobres y a los poderosos, y reflejar un sentimiento básico de decencia y justicia social (...) y deben asegurar que escuchan y responden a los deseos y necesidades de los afectados por políticas y decisiones adoptadas en lugares distintos".

La globalización, unida a las nuevas tecnologías (meros instrumentos, excelentes herramientas, pero nunca fin en sí mismas), forman parte de una revolución inacabada a la que falta una regulación específica: tiene que humanizarse si quiere sobrevivir, y no puede desarrollarse a costa de abrir brechas y de incrementar las diferencias entre pobres y ricos. La globalización demanda una ordenación solidaria y democrática, porque no se puede construir un mundo más justo sobre la ausencia de valores, y la crisis ha sido, y es, una crisis de valores y de normas de conducta. Su ausencia, o su desprecio en muchos casos, ha hecho tambalearse el Sistema desde 2008, con consecuencias todavía impredecibles e imprevisibles, y sin garantías de que el desastre no pueda replicarse en los próximos años. Por nuestro propio futuro y nuestro común destino, no podemos permitir que lo financiero, que el dinero -un simple valor instrumental- siga siendo un fin en sí mismo. El Papa Francisco lo aviso ante el Parlamento Europeo: "No debemos ser esclavos de las finanzas y la economía", y en la Exhortación “Evangelii Gaudium” (2013), había escrito: “Para poder sostener un estilo de vida que  excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante los dramas de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuese una responsabilidad ajena que no nos incumbe…”

El ser humano -explorador que persigue sin descanso la Arcadia del bienestar- no es solo el centro del Universo; constituye también el núcleo de las relaciones sociales y, por consiguiente, debería ser también, inexcusablemente, el corazón de la empresa, un proyecto común que siempre se construye entre personas.

"Te he situado en la parte media del mundo para que desde ahí puedas ver más cómodamente lo que hay en él. Y no te hemos concebido como criatura celeste ni terrena, ni mortal ni inmortal, para que, como arbitrario y honorario escultor y modelador de ti mismo, te esculpas de la forma que prefieras." Este texto, escrito a mediados del siglo XVI por Pico dell’a Mirandola, forma parte del "Discurso sobre la dignidad del hombre", una síntesis teórica magistral del ideario del hombre renacentista que toma como punto de partida inexcusable la libertad.

Quinientos años más tarde, hoy parece renacer (y debemos atizar ese fuego) un cierto movimiento humanista que vuelve a situar a las personas en el centro del Universo, un lugar y una responsabilidad de la que nunca debimos abdicar. Muchas veces nos hemos engañado (¿conscientemente?) marcándonos como objetivo formar adultos competitivos, preparados para "cazar oportunidades" y dispuestos siempre para un éxito inmediato que parecía no tener fin. Y nos hemos olvidado de educar personas capaces de alcanzar la serenidad, y de disponer de unos conocimientos que les permitan disfrutar de la vida y de los bienes culturales con independencia del trabajo que realicen. El ser humano -globalizado o no- tiene que ser capaz de esculpirse a sí mismo, de la forma que prefiera y con las ayudas que demande o necesite, pero siempre con derecho a equivocarse, el más humano y sagrado de todos los derechos, y al que ninguna Declaración Universal ha sabido dar cobijo y presencia. Toda vida humana es una larga senda de rectificaciones y de aprendizajes interiores, y es hora de ponerse a la tarea porque estamos, definitivamente, en un tiempo nuevo. Decía Arthur Miller que una época termina cuando sus ilusiones básicas se han agotado, y eso ya ha sucedido.

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Desde hace algunos años nos encontramos inmersos en una profunda crisis de la ética, singularmente en el mundo de las empresas. Han desaparecido los criterios de identidad, la llamada cultura de empresa, en el seno de las organizaciones y se multiplican los escándalos. En los últimos tiempos (décadas de los setenta y ochenta, y algo más), comenzamos a confundir y cambiar todos los valores por resultados inmediatos. Y, con preocupante ceguera, algunas empresas y, sobre todo, sus dirigentes se dedicaron a pensar solo en el corto plazo. Lo único importante era enriquecerse a toda costa y en un breve lapso de tiempo. Aparece el concepto de "capital impaciente" y, como consecuencia inmediata, algunos directivos se vuelven indecentes. Los resultados estaban en el precio de los títulos: "Comprar y vender acciones en un mercado abierto y fluido redituaba más rápidamente -y con más abundancia-  que el mantener los valores accionarios durante un tiempo prolongado" (R. Sennett, 2006).

La "necesidad" artificial de un valor bursátil en permanente alza provoca un cierto relajamiento del rigor que incumbe y es consustancial a la función auditora, unido a una mixtura indeseable cuando los propios auditores se transforman en firmas de consultoría, asesoría y auditoría, todo a la par, prestando servicios completos y en todas las áreas al mismo cliente.

 

Aparece un despropósito llamado "contabilidad creativa", un eufemismo inventado para dulcificar/justificar los engaños y los fraudes en las empresas e instituciones; y el centro del escenario lo ocupa un altar donde se rinde culto al líder y se glorifica a los CEO, a los máximos ejecutivos de las empresas, que cobran sueldos y "bonus" indecentes y a quienes siempre se atribuyen los éxitos pero nunca los fracasos. Vanidad, codicia, enriquecimiento injusto, pasión desenfrenada por la imagen y un sinfín de adornos/adobos parecidos transforman a muchos de los dirigentes empresariales (también a los políticos) en casos dignos de estudio psicopatológico. Los que arruinaron las empresas o los proyectos que se les confiaron -y eso es una constante humana- no solo se creyeron indestructibles y poseedores de la verdad absoluta, sino que además estaban convencidos de que lo hacían muy bien.

La ética no es otra cosa que cumplir, desde la dignidad y el compromiso, con lo que deba hacerse en cada momento; la búsqueda de normas relativas a un "aquí" y "ahora"; de valores cuyo ejercicio también nos legitima: democracia, libertad, decencia, igualdad, fraternidad, solidaridad... Sin comportamientos éticos difícilmente pueden ilusionarse y dirigirse personas que se basen en relaciones de confianza. No habrá porvenir para nadie sin una conducta empresarial, personal o institucional capaz de exigirse, de cumplir sus compromisos y de dar cuenta cabal de si misma.

Mientras, los medios de comunicación nos acercan cada día noticias trufadas de sonoros y malditos escándalos protagonizados, en la mayoría de las ocasiones, por empresas que decían ser el paradigma mundial del bien hacer y nos engañaban; por los máximos ejecutivos de grandes y pequeñas corporaciones, por políticos corruptos y por delincuentes de "guante blanco", aunque el engaño, la falsedad y el fraude no son en modo alguno patrimonio de las multinacionales, de sus dirigentes o de los gobernantes, ni en exclusiva de este tiempo: la historia siempre se repite.

El ejemplo, el buen ejemplo, es un modelo de comportamiento, personal y profesional, que debería exigirse a todos los que trabajan en una empresa o en cualquier institución, más cuando se sirven los intereses públicos. Ante la creciente pérdida de confianza en dirigentes, empresas e instituciones, aparece la transparencia como un "nuevo imperativo social" (Byung Chul- Han).  Rendir cuentas nunca es una humillación sino una obligación y una señal de respeto, y quien ostenta el poder es siempre tributario de responsabilidad. La empresa, y sus dirigentes, como también los líderes políticos (que se olvidaron de ofrecernos los ideales que no tienen), deben ser protagonistas principales en la creación de la consciencia del mundo actual y en la construcción de un camino de ida y vuelta que nos dirija, como los ciudadanos anhelan, hacia el progreso común y a un modelo de desarrollo que nos libere de iniquidades y satisfaga las necesidades humanas. Muchos estamos convencidos de que esa ruta -sin atajos y sin precipicios- pasa por la responsabilidad social, la estrategia imprescindible para conseguir el ideal de un mundo diferente, más justo y mejor.

Y ello es posible porque no es mala la empresa o la institución en sí misma. Es mala cuando transustancia mal (L. Meana, 2003). Las buenas empresas transustancian bien, antes, durante y después de la crisis: crean cultura buena, los vicios individuales se convierten en bienes colectivos, el propósito en acción y en compromiso, la debilidad en fuerza, las palabras en hechos y el ejemplo en santo y seña…

La nueva ética de los negocios demanda que los hechos no se conviertan en retórica, ni el bien común en ambiciones personales, y exige el ejemplo constante de los dirigentes empresariales. El ejemplo fortalece la respetabilidad, multiplica la buena reputación y es causa suficiente -aunque no sea la única- para que crezca la satisfacción de los "stakeholders" y genere una espiral con influencia en la dinámica positiva de la empresa. Una institución o un dirigente ejemplares, además de hacer cumplir las leyes y cuantas obligaciones se derivan de ellas, son siempre modelos hacia el exterior y causa de regeneración interior. "Di lo que debes, y haz siempre lo que dices", escribió Seneca, y a ese comportamiento se le llama coherencia.

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Como está escrito en el Evangelio de San Juan, "Veritas liberavit vos", la verdad os hará libres, el lema de esta Universidad Católica y Jesuita  de Córdoba.

Cuando los seres humanos buscamos la verdad con honestidad intelectual y sin engaños, aprendemos que solo desde la educación y la cultura, solo desde el conocimiento, los hombres y las mujeres nos hacemos más sabios, más libres y más demócratas y, por ende, más justos como personas y mejores profesionales. Y no hablo solo de instrucción, sino de Educación con mayúsculas, de auténticos valores humanos y de convivencia social y empresarial.

Y, educar, ya se sabe, como ha escrito el argentino y cordobés Marcos Aguinis, no solo se refiere a los conocimientos. Incluye valores, urbanidad, solidaridad, aprender a pensar, a sentir. Darle valor a la palabra. Entender la decencia. Apreciar los derechos individuales. Respetar las diferencias con entusiasmo. Hay que huir del "facilismo" y recuperar, también para la Educación, la cultura del esfuerzo, el trabajo y la decencia. Ernesto Sábato decía que no podemos convertir la Educación en un privilegio. Tampoco, y menos aún, en las empresas que, si quieren progresar y buscar la excelencia, necesariamente deben instaurar en su seno procesos de aprendizaje colectivo. 

Quiero reivindicar, hoy y siempre, el poder transformador de la Educación y, singularmente, de la Universidad, sin olvidar que, como recoge un proverbio africano, es toda la "tribu" la que debe educar. Pero "la universidad tiene que echarse a la calle para compenetrarse con el pueblo y vivir con el", como pedía Unamuno hace casi un siglo, atisbando ese divorcio entre Universidad/ Empresa/Sociedad del que cada día nos quejamos y nos arrepentimos con un engañoso propósito de enmienda.

Ha llegado la hora del cambio: además de capacitar, de educar y de fomentar el estudio y la investigación, la Universidad debe ser la conciencia cívica, ética y social del conjunto de los ciudadanos. Estamos viviendo en la sociedad de la información pero todavía no en la sociedad del conocimiento y, para conseguirlo, es preciso que la Universidad lidere un proceso de transformación que supongo variar conductas, valores, comportamientos; sobre todo comportamientos inertes que nos atan al pasado y nos arrastran al agotamiento. Y educar es el camino porque, no lo olvidemos, liderar es también educar. La Universidad líder debe ser capaz de vivir, y de resistir también un cambio que le acerque a la siempre incierta realidad y nos ayude como seres humanos a buscar la verdad y a reforzar los fundamentos morales y éticos de una Sociedad que se ha hecho frágil.

A proposito de la verdad, el autor aleman G.E. Lessing, filosofo de la Ilustración, lo dejo escrito hace ya doscientos cincuenta años: “Si Dios mantuviese guardada en su cerrada mano derecha toda la verdad y, en su izquierda, tuviese solamente el afan permanente de verdad, y me dijese, aun advirtiendome de que puedo equivocarme para siempre, ¡elige!, yo me dirigiria con la mayor sumisión a su mano izquierda y le diría: dámela, Padre, que la verdad pura es solamente para ti”.

Creer que se posee la única y sola verdad significa sentirse en el deber de imponerla, también por la fuerza, como denuncia el profesor Nuccio Ordine. El dogmatismo produce intolerancia en cualquier campo del saber: en el dominio de la ética, de la religión, de la política, de la filosofía y de la ciencia. Considerar la propia verdad, mi verdad, como la única posible significa negar toda búsqueda de la verdad. Y aunque sea complejo, siempre existe un punto de partida porque lo importante es ponerse de acuerdo, precisamente, en ponerse de acuerdo. Sin dejar de ser lo que somos, hay que buscar la verdad por el dialogo y la palabra, como Borges nos enseñó en Los Conjurados:

"Se trata de hombres de diferentes estirpes, que profesan

diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.

Han tomado la extraña resolución de ser razonables.

Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.

…/…

Acaso lo que digo no es verdadero, ojalá sea profético"

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No podemos olvidar que la principal responsabilidad de cualquier empresa o institución, y de sus gestores, es -en primer término- cumplir con su deber y con el fin para el que fueron concebidas, dando beneficio, creando puestos de trabajo y riqueza, y siendo innovadoras y eficientes, además de competitivas. Sin embargo, la empresa y sus dirigentes tienen otra responsabilidad y algún compromiso que van parejos, y aún más allá del fundamental resultado económico: la empresa debe hacer posible un escenario mucho más humano y habitable. Es, también, su responsabilidad. 

Y no solo de empresas se trata. La necesidad de un quehacer responsable se extiende hoy a empresas, organizaciones y ciudadanos. Estamos ya en la Era de la nueva Responsabilidad Social, de la RS como estrategia, como auténtica respuesta global. El compromiso no es tarea exclusiva de las grandes corporaciones; también lo es de personas e instituciones, y la solidaridad un deber y una obligación de todos y cada uno de nosotros, como nos recuerda el artículo 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y ya no caben excusas: Desde hace unas pocas semanas, los 17 Objetivos del Desarrollo Sostenible, aprobados por Naciones Unidas, son nuestro horizonte universal, ético y solidario hasta el 2030. Hay que pelear desde todos los frentes, de consuno, a favor de la infancia y por sus derechos; contra el hambre, el cambio climático, la corrupción y la desigualdad, el talón de Aquiles de la economía y de la Sociedad toda. 

Es preciso que, arropados por Schumpeter y su “destruccion creativa”, rompamos amarras; que alcemos nuestros ojos y caminemos hacia el horizonte. Cada vez mas hay que hablar de RSO, de Responsabilidad Social de las Organizaciones, y de Corresponsabilidad; la de todos: hombres, mujeres, empresas, universidades, instituciones, grupos sociales, sindicatos, organizaciones empresariales, tercer sector, agrupaciones, ONG's... Vivimos ya una nueva Era en la que a todos, también a cada una de esas instituciones, nos cabe la obligación, además de cumplir con nuestro deber, del compromiso solidario y de un comportamiento ético, responsable y transparente.

Cuando hace más de setenta años, Orwell escribía que "decir la verdad es un acto revolucionario", probablemente estaba pensando, visionariamente, en este época nueva, llena de paradojas y de contradicciones que nos ha tocado vivir. Un tiempo en el que, en expresión de Zygmunt Bauman, la sociedad se ha vuelto "liquida" y en la que los humanos, confundiendo progreso con velocidad, buscamos atajos desesperadamente y nos aferramos a un egoísta estilo de vida que nos ha hecho abandonar la utopía y olvidar el supremo valor de nuestra propia existencia.

Los organismos son más vulnerables a medida que se hacen más grandes y complejos; y esa regla de la Biología es aplicable a la Sociedad toda y a la propia empresa, cuya fragilidad va pareja y a la misma velocidad que su desarrollo. Y no bastan las leyes para encauzar el proceso porque, en definitiva, las normas nunca resuelven por si mismas los problemas y tan solo apuntan la solución para los conflictos en los que pueden aplicarse. Hay que aprender a gestionar, de nuevo, empresas, instituciones y organizaciones; y hacerlo con base en valores que, a su vez, crean valor. Se ha hecho patente la necesidad de gestionar las organizaciones de otra manera: estricto cumplimiento de la ley, transparencia, lucha contra la corrupción, compromiso con los derechos humanos y con la Responsabilidad Social, que en definición de la Unión Europea es la responsabilidad de las empresas (y de todos) por sus impactos en la Sociedad.

Estamos en los albores de una nueva época, más de intemperie que de protección; un instante mágico en el que la lucha por el hombre mismo y por los valores en las organizaciones -si así nos lo proponemos- podrá instalarse definitivamente entre nosotros. Una batalla larga y difícil, sobre la que ya nos advirtió Nietzsche: "una generación ha de comenzar la batalla en la que otra habrá de vencer." El hombre solo cabe en la utopía y debemos luchar sin descanso para alcanzar esa esperanza consecutivamente aplazada, porque "solo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido" (E. Sábato, 1999)

Tendríamos que convencernos de que hay cosas que son de todos, aunque solo estén en nuestras manos, y a todos nos corresponde su última utilidad y defensa (A. Gala, 2015). De ninguna manera ha de permitirse que nadie se beneficie en exclusiva de los bienes comunes, y trastoque la jerarquía del bien público y el bien particular. No podemos confundir fines y medios. Al final, todos los principios éticos y morales se resumen en una sencilla, antigua y olvidada regla práctica: No hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros. 

Los valores (y, a su través, la satisfacción de las necesidades humanas, que no otra cosa es el Bien Común, como diría el profesor Stefano Zamagni) son la infraestructura moral básica e indispensable de toda sociedad justa, y de cualquier empresa o institución que quiera obtener el preciado título de organización ciudadana: aquella que, además de cumplir con su deber y con la ley, promueve y desarrolla el Buen Gobierno, ayuda a resolver los problemas que preocupan e inquietan a los ciudadanos; practica el dialogo y las relaciones de equidad con todas las partes interesadas, se comporta éticamente y se compromete social, solidaria y activamente con la Sociedad, como querría y dejo escrito Cicerón hace veinte siglos. 

Necesitamos organizaciones que no confundan el éxito con la excelencia. Lo difícil no es tener éxito. Lo difícil es merecerlo, dijo Albert Camus. Y, aunque lo merezcamos, la semejanza del mérito con el éxito puede engañarnos porque, al fin, el éxito no es mas que el resultado -bueno o malo, siempre pasajero- de una acción. Sin huir del éxito, ni buscarlo a toda costa, debemos trabajar por la excelencia, que no es mas que la virtud del excelente, del "arete" griego, de la "virtu" romana libre de moralina, de la virtud del Renacimiento: cumplir con nuestro deber, ser solidarios y sobresalir en nuestro comportamiento ético y en nuestro compromiso.

Hace casi doscientos años  que Alexis de Toqueville publicó su “Memoria del Pauperismo”, un fundamental ensayo sobre la pobreza, y todavía seguimos confundiendo -no sé si interesadamente- la parte con el todo, la RS con la filantropía y la acción social. La nueva RS, además de cumplir la ley y desarrollar el buen gobierno, tiene que modificar las reglas del juego y hacer olvidar el “taylorismo” y el trabajo indigno, desterrar los sueldos de miseria y el desempleo / subempleo, pelear por la conciliación laboral /familiar, la diversidad y la igualdad de género; dialogar con todos, armonizar los intereses societarios con las demandas ciudadanas y laborar por el medio ambiente, y siempre contra los corruptos y la desigualdad; comprometerse sin excusas con los Derechos Humanos y con la aplicación de políticas de infancia, trabajar por el bien común y apoyar una educación libre y sin privilegios.

Estamos viviendo en un cambio de época y nos adentramos en la Era de la nueva Responsabilidad Social. Hoy, más que nunca, tenemos que ser capaces de construir empresas y organizaciones competentes; es decir, aptas, idóneas, proporcionadas, que no se miren cual Narciso absorto en su propio reflejo. Organizaciones ciudadanas basadas en las personas y en valores. Debemos luchar por el hombre mismo, por todos y cada uno de los seres humanos. Esa es nuestra obligación, nuestro común desafío y, así lo espero, también nuestro compromiso de futuro porque hay un horizonte ético de responsabilidad sin el cual la vida en común es imposible.